
Las definiciones de arquitectura (y en general de todos los
oficios) consideran usualmente dos instancias; la actividad que se realiza y/o la
materia que se aborda. La arquitectura se asume por un lado como la labor de planificar
construcciones, o también se entiende como los edificios ya realizados (en todas sus escalas, desde
sus componentes hasta la ciudad o el territorio). Reconociendo la disciplina
en un sentido, como un proceso que puede gestar entornos construidos, es decir la arquitectura como actividad creadora. Pero por otro, como las obras ejecutadas que
acogen actividades humanas, es decir, la arquitectura como lo edificado. Como una acción o como los resultados. ¿Porque tiene dos sentidos a la vez, de tan diferente naturaleza? Aparentemente porque los resultados definen la acción, y a su vez la acción define los resultados. La planificación arquitectónica produce construcciones que poseen esa calidad, y la arquitectura realizada existe porque se desarrolló una concepción creadora. Podemos entender la esencia gestora de la arquitectura, cuando percibimos en los edificios una expresión consistente y singular. Los ambientes construidos se diferencian de los naturales,
porque poseen una planeación, aunque algunas edificaciones pueden levantarse sin una concepción explícita, expresan una cultura de construir y habitar. Mientras un ambiente natural, por muy expresivo que se perciba, reconocemos que es un producto geográfico. También se suele considerar que algunas
planeaciones humanas pueden quedar sólo en la formulación, o que algunas edificaciones
no posean atributos arquitectónicos. Es decir, en
estas dos instancias se reconoce una relación (la planeación debe definir obras
apropiadas), pero también cierta
independencia, porque la concepción y las obras pueden existir de manera autónoma. Como polos distintos, de diferentes ámbitos y condiciones, pero vinculados en una labor profesional, y como fundamento de una
percepción de la realidad.
Las condiciones arquitectónicas de la obra (o como podemos decir según la tradición disciplinar; los atributos de la triada vitrubiana), son definidas en su
planeación, y esto constituye el vínculo esencial entre estas dos instancias, aunque no necesariamente explícitas (o cumplidas). Es decir, se advierten éstas propiedades en la
construcción (de belleza, funcionalidad y estabilidad, u otras mas contemporáneas,
como expresividad o sostenibilidad), porque fueron concebidas (o al menos resultantes
y aceptadas) durante su planeación. En su formulación a la vez se buscan ordenaciones que otorguen
esos atributos. De modo, que el logro de esos aspectos es la condición
primordial del reconocimiento de la obra y de su concepción. A su vez, en la vivencia de los edificios y del entorno construido se advierten características apropiadas, que deben ser
consideradas en su definición. Los atributos percibidos de la edificación orientan
entonces en esta tensión entre su definición y vivencia. Estableciendo de este modo, la planeación y experiencia
de la obra, como las acciones esenciales de la arquitectura.
Permitamos reconocer entonces, que algunos conceptos, muchas
veces considerados como sustanciales al trabajo arquitectónico, no son tan
fundamentales como parecen. Si revisamos con atención lo planteado previamente,
no es el edificio la materia de la arquitectura, sino su vivencia, (como fue
advertido a partir de B. Zevi y otros autores). Tampoco es el proyecto el acto esencial (puede
ser simplemente una decisión), ni tampoco necesariamente un arquitecto el que
la concibe. El edificio, el proyecto y el profesional son medios para alcanzar
la experiencia y lograr el proceso creativo, pero son mas bien “instituciones
culturales” definidas en relación a los aspectos sustanciales de la
arquitectura, pero no siempre las cumplen. Es importante, igualmente
elaborarlas (y todo su enjambre asociado de regulaciones y acciones, etc.),
pero sin perder de vista cuales son las condiciones fundamentales.
En la experiencia de la edificación podemos advertir que se
define por la permanencia. Es en la actitud humana de quedarse algún
momento en cierto lugar, que surge la necesidad de cobijar esa situación. La
frecuencia de esa actividad genera una función y su interpretación sensible, el
acto arquitectónico, que se acoge en un espacio construido. Por esta razón, es difícil
considerar que la arquitectura se puede visitar. Un recorrido rápido por recintos
destinados para actividades que se prolongan en el tiempo, escasamente otorgan
la percepción apropiada de la vivencia en el lugar, y por ende de comprender el
acto que se acoge. Aunque la visita (o la fotografía o el dibujo), brindan un
atisbo de los componentes constructivos que la constituyen y de la vivencia que permiten, sólo la permanencia
genera una percepción cabal de la situación arquitectónica.
A su vez, el proceso de diseño es una larga secuencia de tareas en torno a la definición del edificio, cuyos espacios otorguen las cualidades necesarias para la permanencia. Pero la concepción definitiva se suele lograr, en un encadenamiento intuitivo de todos los elementos, resolviendo integradamente los diferentes aspectos concurrentes, en una cierta formulación compositiva. Esta inspiración momentánea y determinante es crucial para la acción de diseño del edificio.
De modo, que podemos reconocer estas dos instancias caracterizadas por una situación temporal, el permanecer en un lugar, y por otro, inspirarse para concebirlo. Nuevamente como polos relacionados, pero autónomos. Ambas actitudes esencialmente humanas, parecen ajenas del entorno construido, pero son fundamentalmente definidas por la ejecución material. Aunque se debe admitir que este reconocimiento de condiciones fundamentales permite advertir que no son las obras las que poseen los atributos arquitectónicos, sino las acciones que éstos conllevan. Por tanto, propias de los sujetos (o sea subjetivas), pero referidas al ambiente físico. Es decir, profundamente sensibles, pero enraizadas en la experiencia corpórea. Otorgando la duplicidad técnica y artística de la disciplina. Es entonces, la experiencia de permanecer y de lograr la inspiración, lo que conduce la arquitectura.
A su vez, el proceso de diseño es una larga secuencia de tareas en torno a la definición del edificio, cuyos espacios otorguen las cualidades necesarias para la permanencia. Pero la concepción definitiva se suele lograr, en un encadenamiento intuitivo de todos los elementos, resolviendo integradamente los diferentes aspectos concurrentes, en una cierta formulación compositiva. Esta inspiración momentánea y determinante es crucial para la acción de diseño del edificio.
De modo, que podemos reconocer estas dos instancias caracterizadas por una situación temporal, el permanecer en un lugar, y por otro, inspirarse para concebirlo. Nuevamente como polos relacionados, pero autónomos. Ambas actitudes esencialmente humanas, parecen ajenas del entorno construido, pero son fundamentalmente definidas por la ejecución material. Aunque se debe admitir que este reconocimiento de condiciones fundamentales permite advertir que no son las obras las que poseen los atributos arquitectónicos, sino las acciones que éstos conllevan. Por tanto, propias de los sujetos (o sea subjetivas), pero referidas al ambiente físico. Es decir, profundamente sensibles, pero enraizadas en la experiencia corpórea. Otorgando la duplicidad técnica y artística de la disciplina. Es entonces, la experiencia de permanecer y de lograr la inspiración, lo que conduce la arquitectura.
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