domingo, 31 de julio de 2016

Superficies Reflectantes



A Concepción, un espejo roto” es el legado que le entrega el poeta Gonzalo Rojas a la capital pencopolitana en su texto “Materia de Testamento”. Se refiere probablemente a las diversas lagunas desperdigadas por el área metropolitana que reflejan el cielo, y se entrecruzan con el rio, el mar y los charcos de agua, en innumerables extensiones plateadas, de distintos tamaños y formas. O quizás simplemente, sugiere que la ciudad es el reflejo truncado de otras áreas metropolitanas mayores que intenta reproducir  infructuosa e incesantemente (como en realidad lo hacen todas las ciudades hoy en día de otras mayores o más distantes, y terminan convertidas en mosaicos urbanos repetidos y similares). Gonzalo Rojas falleció y no sabremos que finalmente pretendía decir. Tampoco era un especialista en geografía o identidad urbana, ni vivió mucho tiempo por esta ciudad, ni tiene mucho sentido debatir si esa mención, es realmente un calificativo o es sólo una figura poética. Pero se puede interpretar al menos en estos dos sentidos, uno paisajístico o más material; y otro más conceptual e histórico.


Lo que es indudable, es que los cursos y aglomeraciones de agua pueblan esta ciudad frecuentemente, como la lluvia y humedad persistente. Es habitual divisar estas pequeñas lagunas entre los barrios residenciales y cerros, atravesar el extenso rio Bio-Bio y su devenir cambiante entre bancos de arena y matorrales, como también divisar el mar o caminar esquivando las innumerables pozas. Superficies reflectantes que interrumpen la vida urbana como acompañantes cotidianos en distintos momentos y tamaños. La mirada los percibe a la distancia como planos refulgentes entrecortados en el entorno, que cautivan brevemente la atención. A veces podemos mirarlos mas largamente, o debemos sortearlos apresuradamente. Pero siempre quedamos algo atraídos por su brillante tersura. A veces, el reflejo reproduce trozos de formas y colores que invitan a descifrar el entorno, o en las noches la repetición de luces sugiere un desconcertante ambiente caleidoscópico. Pero usualmente sentimos un extraño impulso que invita a sumergirnos o deslizarnos en sus superficies. Aun sabiendo que sería imposible desplazarse sobre estos planos líquidos (a menos de disponer de artilugios o poderes divinos), percibimos un leve empuje corporal al divisar sus superficies. Esta tensión probablemente se origina por sus bordes ásperos y ondulantes, que la mirada recorre para intentar comprender su perímetro, muchas veces fragmentario. Es decir, el perfil irregular de estas superficies y la comprensión visual de su forma motiva una leve atención y percepción de profundidad como si avanzáramos en su dirección. Casi como un deseo atávico de lanzarse a sus inciertas honduras, pero es solo la interpretación intuitiva de una profundidad espacial, por trozos de bordes en extensión. Aunque también percibimos su superficie rugosa, y razonamos la imposibilidad de sumergirse o sostenernos. Pero las claridades del brillo, y sus bordes sinuosos, generan una impresión espontánea de proyección espacial. Este incesante y parcial desplazamiento marca entonces la percepción urbana en la ciudad de Concepción. Un area urbana que no se caracteriza tanto por espacios plácidos o refugios acogedores, sino mas bien de una persistente y fragmentaria proyección. Las superficies reflectantes quedan entonces entremezcladas en el acontecer cotidiano como sorpresivos atractores visuales, que demuestran también la percepción integral de nuestro entorno arquitectónico.


Memorial 27F-2010

sábado, 2 de julio de 2016

A propósito de las formas dinámicas



Gran parte de la producción arquitectónica, de los edificios construidos, son obras regulares y ortogonales, con muros planos y bordes rectos. Mientras unos pocos profesionales, como Antonio Gaudi, Eladio Dieste, Felix Candela; y más recientemente Zaha Hadid o Frank Ghery, se han afanado en realizar edificios con superficies curvas. También algunos maestros del modernismo aplicaron elementos ondulantes, usualmente llamadas formas “dinámicas”. Como si éstas fueran cambiantes, o estuvieran dotadas de movimiento.

Pero en realidad, éstas formas son tan permanentes e inmóviles como un muro recto. ¿Por qué reciben entonces esta denominación de “dinámicas”? Aparentemente, porque al mirar sus perfiles, la vista se desplaza por las aristas. Es decir, es más bien un movimiento óptico; en vez de algún desplazamiento físico o corporal. No es que el edificio se mueva, o que sus ocupantes corran por los espacios curvos; sino que al contemplarlos la vista se toma algo más de tiempo en reconocer sus formas. Mientras que en un edificio ortogonal la mirada se enfoca en un tramo de la figura, y la visión periférica divisa su extensión, comprendiendo rápidamente la forma general. En una figura curva, el ojo debe recorrerla y comprenderla más lentamente. Debido a que el reconocimiento visual actúa a partir de la memoria acumulada de figuras vistas y habitadas durante nuestra trayectoria de vida. Por eso, la gran mayoría de la geometría es predecible, y le prestamos escasa atención. Sólo al percibir una figura inusual, tardamos en reconocerla.

Es decir, las figuras curvas y complejas, solo llevan un poco más tiempo el comprenderlas visualmente. Casi inconscientemente la mirada queda atrapada unos breves momentos intentando dilucidar la configuración, y la vista se desplaza, probablemente con algo de mayor conducción que en una forma ortogonal. Mientras en las figuras rectas el ojo puede vagar displicentemente por su trazado y reconocer prontamente su composición, enfocando las partes más comprensibles. De modo, que las figuras dinámicas lo que hacen fundamentalmente es cautivar la atención visual y generar algo de inquietud cognitiva, mientras las construcciones regulares son más usuales y pasivas. Esto se presta para que algunos afirmen no comprender las obras curvas, o rechazar su complejidad declarando que son artificios. Planteando que las formas ortogonales (o algunas de ellas) reflejan serenidad y cobijo, mientras estas figuras curvas sólo buscan deslumbrar momentáneamente. Este dilema se agudiza con los materiales, destinos o financistas de las obras, que usualmente están relacionadas con estas obras más complejas. Como también incide la permanente oscilación entre el aburrimiento cotidiano y la búsqueda de estímulos, que impulsa la aguda apreciación de cualquier obra disímil.

Pero lo que queremos llamar la atención aquí, más que la dicotomía entre formas dinámicas o estáticas, es como participa la visión, la percepción general y la memoria, en la experiencia arquitectónica. Advertir, que lo singular de estos edificios, es fundamentalmente su reconocimiento visual. Tanto así, que este atributo óptico caracteriza su identidad arquitectónica, e incluso a todo un grupo de obras o creadores. Mas allá de su condición espacial o funcional, su proceso visual le distingue del entorno y la experiencia regular. Demostrando como la visión se sustenta (se educa dicen los psicólogos), en la cultura vivencial.

Otro ejemplo tradicional, son las formas agudas, o incluso rugosas, que causan aversión o escozor al mirarlas a distancia, dando una sensación corporal de inquietud o rechazo. Cuando rara vez las tocamos y nos pinchan o raspan directamente. Sin embargo, la memoria activa estas percepciones, probablemente establecidas en la infancia. Al comenzar nuestro aprendizaje visual, desprovista de su complejidad intelectual, había que tomar, e incluso saborear los objetos para conocerlos. Ahí aprendíamos lo que era agudo o rugoso, asociando esas formas a la sensación táctil, que luego queda inserta en nuestra memoria codificando la percepción visual, como si fuera una extensión manual. Entonces nuestra vivencia del entorno, que es mayormente visual y solo tocamos levemente el suelo, queda cargada de supuestos táctiles en la mirada, que interactúan con los procesos cognitivos y espaciales. De modo, que una figura de aristas convergentes, irregulares y repetitivas, nos inquietan como si fueran amenazarnos o dañarnos al acercarnos. Mientras una figura sencilla y una superficie lisa nos tranquilizan, aunque ninguna podamos efectivamente tocarlas.

De hecho, si no miráramos las formas, probablemente esas sensaciones de atención o desasosiego por la geometría del entorno, seria sustituida por una sensación corporal. Es decir, solamente los limites o distancias entre las cuales nos desplazamos o quedamos, serian relevantes. Y quizás, al contrario, las aristas agudas o texturas rugosas o curvas suaves permitirán conducir el tacto para reconocer un espacio, más que la superficie plana e insondable.

Si nuestros distintos mecanismos de percepción pueden variar la experiencia arquitectónica (o enriquecerla con el sonido del agua, o la tibieza de la brisa), quizás la memoria histórica de las personas o comunidades puede significar distintas experiencias. Sin embargo, aparentemente, fuera de algunas comunidades muy exóticas o aisladas, la humanidad en general comparte una percepción similar de los espacios y lugares. Por algo quedamos asombrados por la monumentalidad de Machu-Picchu aunque no tengamos idea del modo de vida inca, o extasiados con el Taj-Mahal, aunque no compartamos su rica historia cultural. ¿Estamos entonces atrapados en una tradición de formas rectilíneas e impresiones táctiles, en que la singularidad de una curva o una textura, aparece como un fenómeno curioso?

Parece ser que la teoría de la arquitectura adeuda más a las percepciones, que al desarrollo intelectual de estilos como ha sido habitual. En realidad, las formas disruptivas o la disposición de elementos para generar experiencias apropiadas, merece más atención visual que conceptual, proveyendo una revisión de la experiencia corporal, en su integridad de memoria acumulada y situación física, que los tratados o declaraciones de intenciones de sus autores. Designar una forma dinámica, por analogías mecánicas o naturales, por principios trashumantes o veleidosos, parece un ejercicio superfluo, frente a la sencilla evidencia óptica de su experiencia.