sábado, 2 de julio de 2016

A propósito de las formas dinámicas



Gran parte de la producción arquitectónica, de los edificios construidos, son obras regulares y ortogonales, con muros planos y bordes rectos. Mientras unos pocos profesionales, como Antonio Gaudi, Eladio Dieste, Felix Candela; y más recientemente Zaha Hadid o Frank Ghery, se han afanado en realizar edificios con superficies curvas. También algunos maestros del modernismo aplicaron elementos ondulantes, usualmente llamadas formas “dinámicas”. Como si éstas fueran cambiantes, o estuvieran dotadas de movimiento.

Pero en realidad, éstas formas son tan permanentes e inmóviles como un muro recto. ¿Por qué reciben entonces esta denominación de “dinámicas”? Aparentemente, porque al mirar sus perfiles, la vista se desplaza por las aristas. Es decir, es más bien un movimiento óptico; en vez de algún desplazamiento físico o corporal. No es que el edificio se mueva, o que sus ocupantes corran por los espacios curvos; sino que al contemplarlos la vista se toma algo más de tiempo en reconocer sus formas. Mientras que en un edificio ortogonal la mirada se enfoca en un tramo de la figura, y la visión periférica divisa su extensión, comprendiendo rápidamente la forma general. En una figura curva, el ojo debe recorrerla y comprenderla más lentamente. Debido a que el reconocimiento visual actúa a partir de la memoria acumulada de figuras vistas y habitadas durante nuestra trayectoria de vida. Por eso, la gran mayoría de la geometría es predecible, y le prestamos escasa atención. Sólo al percibir una figura inusual, tardamos en reconocerla.

Es decir, las figuras curvas y complejas, solo llevan un poco más tiempo el comprenderlas visualmente. Casi inconscientemente la mirada queda atrapada unos breves momentos intentando dilucidar la configuración, y la vista se desplaza, probablemente con algo de mayor conducción que en una forma ortogonal. Mientras en las figuras rectas el ojo puede vagar displicentemente por su trazado y reconocer prontamente su composición, enfocando las partes más comprensibles. De modo, que las figuras dinámicas lo que hacen fundamentalmente es cautivar la atención visual y generar algo de inquietud cognitiva, mientras las construcciones regulares son más usuales y pasivas. Esto se presta para que algunos afirmen no comprender las obras curvas, o rechazar su complejidad declarando que son artificios. Planteando que las formas ortogonales (o algunas de ellas) reflejan serenidad y cobijo, mientras estas figuras curvas sólo buscan deslumbrar momentáneamente. Este dilema se agudiza con los materiales, destinos o financistas de las obras, que usualmente están relacionadas con estas obras más complejas. Como también incide la permanente oscilación entre el aburrimiento cotidiano y la búsqueda de estímulos, que impulsa la aguda apreciación de cualquier obra disímil.

Pero lo que queremos llamar la atención aquí, más que la dicotomía entre formas dinámicas o estáticas, es como participa la visión, la percepción general y la memoria, en la experiencia arquitectónica. Advertir, que lo singular de estos edificios, es fundamentalmente su reconocimiento visual. Tanto así, que este atributo óptico caracteriza su identidad arquitectónica, e incluso a todo un grupo de obras o creadores. Mas allá de su condición espacial o funcional, su proceso visual le distingue del entorno y la experiencia regular. Demostrando como la visión se sustenta (se educa dicen los psicólogos), en la cultura vivencial.

Otro ejemplo tradicional, son las formas agudas, o incluso rugosas, que causan aversión o escozor al mirarlas a distancia, dando una sensación corporal de inquietud o rechazo. Cuando rara vez las tocamos y nos pinchan o raspan directamente. Sin embargo, la memoria activa estas percepciones, probablemente establecidas en la infancia. Al comenzar nuestro aprendizaje visual, desprovista de su complejidad intelectual, había que tomar, e incluso saborear los objetos para conocerlos. Ahí aprendíamos lo que era agudo o rugoso, asociando esas formas a la sensación táctil, que luego queda inserta en nuestra memoria codificando la percepción visual, como si fuera una extensión manual. Entonces nuestra vivencia del entorno, que es mayormente visual y solo tocamos levemente el suelo, queda cargada de supuestos táctiles en la mirada, que interactúan con los procesos cognitivos y espaciales. De modo, que una figura de aristas convergentes, irregulares y repetitivas, nos inquietan como si fueran amenazarnos o dañarnos al acercarnos. Mientras una figura sencilla y una superficie lisa nos tranquilizan, aunque ninguna podamos efectivamente tocarlas.

De hecho, si no miráramos las formas, probablemente esas sensaciones de atención o desasosiego por la geometría del entorno, seria sustituida por una sensación corporal. Es decir, solamente los limites o distancias entre las cuales nos desplazamos o quedamos, serian relevantes. Y quizás, al contrario, las aristas agudas o texturas rugosas o curvas suaves permitirán conducir el tacto para reconocer un espacio, más que la superficie plana e insondable.

Si nuestros distintos mecanismos de percepción pueden variar la experiencia arquitectónica (o enriquecerla con el sonido del agua, o la tibieza de la brisa), quizás la memoria histórica de las personas o comunidades puede significar distintas experiencias. Sin embargo, aparentemente, fuera de algunas comunidades muy exóticas o aisladas, la humanidad en general comparte una percepción similar de los espacios y lugares. Por algo quedamos asombrados por la monumentalidad de Machu-Picchu aunque no tengamos idea del modo de vida inca, o extasiados con el Taj-Mahal, aunque no compartamos su rica historia cultural. ¿Estamos entonces atrapados en una tradición de formas rectilíneas e impresiones táctiles, en que la singularidad de una curva o una textura, aparece como un fenómeno curioso?

Parece ser que la teoría de la arquitectura adeuda más a las percepciones, que al desarrollo intelectual de estilos como ha sido habitual. En realidad, las formas disruptivas o la disposición de elementos para generar experiencias apropiadas, merece más atención visual que conceptual, proveyendo una revisión de la experiencia corporal, en su integridad de memoria acumulada y situación física, que los tratados o declaraciones de intenciones de sus autores. Designar una forma dinámica, por analogías mecánicas o naturales, por principios trashumantes o veleidosos, parece un ejercicio superfluo, frente a la sencilla evidencia óptica de su experiencia.   

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