Gran parte de la producción arquitectónica, de los edificios
construidos, son obras regulares y ortogonales, con muros planos y bordes
rectos. Mientras unos pocos profesionales, como Antonio Gaudi, Eladio Dieste,
Felix Candela; y más recientemente Zaha Hadid o Frank Ghery, se han afanado en
realizar edificios con superficies curvas. También algunos maestros del
modernismo aplicaron elementos ondulantes, usualmente llamadas formas “dinámicas”.
Como si éstas fueran cambiantes, o estuvieran dotadas de movimiento.
Pero en realidad, éstas formas son tan permanentes e
inmóviles como un muro recto. ¿Por qué reciben entonces esta denominación de “dinámicas”?
Aparentemente, porque al mirar sus perfiles, la vista se desplaza por las
aristas. Es decir, es más bien un movimiento óptico; en vez de algún
desplazamiento físico o corporal. No es que el edificio se mueva, o que sus
ocupantes corran por los espacios curvos; sino que al contemplarlos la vista se
toma algo más de tiempo en reconocer sus formas. Mientras que en un edificio
ortogonal la mirada se enfoca en un tramo de la figura, y la visión periférica
divisa su extensión, comprendiendo rápidamente la forma general. En una figura
curva, el ojo debe recorrerla y comprenderla más lentamente. Debido a que el
reconocimiento visual actúa a partir de la memoria acumulada de figuras vistas
y habitadas durante nuestra trayectoria de vida. Por eso, la gran mayoría de la
geometría es predecible, y le prestamos escasa atención. Sólo al percibir una
figura inusual, tardamos en reconocerla.
Es decir, las figuras curvas y complejas, solo llevan un
poco más tiempo el comprenderlas visualmente. Casi inconscientemente la mirada
queda atrapada unos breves momentos intentando dilucidar la configuración, y la
vista se desplaza, probablemente con algo de mayor conducción que en una forma
ortogonal. Mientras en las figuras rectas el ojo puede vagar displicentemente
por su trazado y reconocer prontamente su composición, enfocando las partes más
comprensibles. De modo, que las figuras dinámicas lo que hacen fundamentalmente
es cautivar la atención visual y generar algo de inquietud cognitiva, mientras
las construcciones regulares son más usuales y pasivas. Esto se presta para que
algunos afirmen no comprender las obras curvas, o rechazar su complejidad
declarando que son artificios. Planteando que las formas ortogonales (o algunas
de ellas) reflejan serenidad y cobijo, mientras estas figuras curvas sólo
buscan deslumbrar momentáneamente. Este dilema se agudiza con los materiales,
destinos o financistas de las obras, que usualmente están relacionadas con estas
obras más complejas. Como también incide la permanente oscilación entre el
aburrimiento cotidiano y la búsqueda de estímulos, que impulsa la aguda apreciación
de cualquier obra disímil.
Pero lo que queremos llamar la atención aquí, más que la
dicotomía entre formas dinámicas o estáticas, es como participa la visión, la
percepción general y la memoria, en la experiencia arquitectónica. Advertir,
que lo singular de estos edificios, es fundamentalmente su reconocimiento
visual. Tanto así, que este atributo óptico caracteriza su identidad
arquitectónica, e incluso a todo un grupo de obras o creadores. Mas allá de su
condición espacial o funcional, su proceso visual le distingue del entorno y la
experiencia regular. Demostrando como la visión se sustenta (se educa dicen los
psicólogos), en la cultura vivencial.
Otro ejemplo tradicional, son las formas agudas, o incluso
rugosas, que causan aversión o escozor al mirarlas a distancia, dando una
sensación corporal de inquietud o rechazo. Cuando rara vez las tocamos y nos
pinchan o raspan directamente. Sin embargo, la memoria activa estas
percepciones, probablemente establecidas en la infancia. Al comenzar nuestro
aprendizaje visual, desprovista de su complejidad intelectual, había que tomar,
e incluso saborear los objetos para conocerlos. Ahí aprendíamos lo que era
agudo o rugoso, asociando esas formas a la sensación táctil, que luego queda
inserta en nuestra memoria codificando la percepción visual, como si fuera una
extensión manual. Entonces nuestra vivencia del entorno, que es mayormente
visual y solo tocamos levemente el suelo, queda cargada de supuestos táctiles
en la mirada, que interactúan con los procesos cognitivos y espaciales. De
modo, que una figura de aristas convergentes, irregulares y repetitivas, nos
inquietan como si fueran amenazarnos o dañarnos al acercarnos. Mientras una
figura sencilla y una superficie lisa nos tranquilizan, aunque ninguna podamos
efectivamente tocarlas.
De hecho, si no miráramos las formas, probablemente esas
sensaciones de atención o desasosiego por la geometría del entorno, seria
sustituida por una sensación corporal. Es decir, solamente los limites o
distancias entre las cuales nos desplazamos o quedamos, serian relevantes. Y quizás,
al contrario, las aristas agudas o texturas rugosas o curvas suaves permitirán
conducir el tacto para reconocer un espacio, más que la superficie plana e
insondable.
Si nuestros distintos mecanismos de percepción pueden variar
la experiencia arquitectónica (o enriquecerla con el sonido del agua, o la
tibieza de la brisa), quizás la memoria histórica de las personas o comunidades
puede significar distintas experiencias. Sin embargo, aparentemente, fuera de
algunas comunidades muy exóticas o aisladas, la humanidad en general comparte
una percepción similar de los espacios y lugares. Por algo quedamos asombrados
por la monumentalidad de Machu-Picchu aunque no tengamos idea del modo de vida
inca, o extasiados con el Taj-Mahal, aunque no compartamos su rica historia
cultural. ¿Estamos entonces atrapados en una tradición de formas rectilíneas e
impresiones táctiles, en que la singularidad de una curva o una textura,
aparece como un fenómeno curioso?
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