domingo, 28 de junio de 2020

El Sendero



Se dice que refugiarse es el acto primigenio de la arquitectura, que protegerse frente al entorno y ejecutar un albergue es su evento inicial, porque brinda amparo y permanencia. Pero podemos retroceder un poco más, y entender quizás algunos aspectos más profundos.

Cuando caminamos a campo traviesa (en las pocas oportunidades que ahora podemos permitirnos eso), a veces, de improviso nos encontramos con un sendero. Aparece una huella, una parte del suelo algo desgastada, que sigue de manera mas o menos continua a lo lejos. Este hecho, algo anodino, interrumpe el deambular y nos inquieta levemente. Nos puede incitar a seguir el recorrido por su huella (en alguna de sus direcciones), porque probablemente lleva alguna parte relevante. O también, lo podemos dejar pasar, para no cruzarnos con otras personas que puedan pasar. Pero lo importante es que es una señal, un lugar en el espacio que indica la acción humana en el paisaje. Escasas especies animales dejan huellas en la naturaleza, y cuando las realizan, son más irregulares, más grandes o más pequeñas. Entonces reconocemos la traza de un caminar humano, advertimos que es un territorio previamente circulado, conocido por otros, colonizado con trayectorias definidas y quizás hasta faenas o dominios determinados. Con una cierta ocupación regular, destinos frecuentes y una función establecida. A veces lleva a un mirador, a un lugar más amplio o una salida; sugiere algunas vistas, desvíos o alteraciones; es una obra humana y utilizada ocasionalmente por personas. Lo que establece una condición social, nos advierte que estamos atravesando un lugar conocido y transitado por otros. Que podemos evitar o utilizar expresamente. Entonces el sendero, un pequeño hecho en el paisaje, implica claramente una apropiación del espacio, una utilidad y una intención. Eventos esencialmente arquitectónicos.

Mas aún, al encontrar un sendero, entendemos que podríamos encontrarnos con otros. Asumimos que alguien puede pasar, y quizás saludar o preguntar algo a quien se aproxima. Entonces decidimos alejarnos del sendero, distanciarnos para evitar estos posibles encuentros y asegurar un peregrinaje mas solitario o independiente. Como también, a veces optamos por mantenernos o seguirlo, aceptar la eventualidad de compartir o de dejar pasar alguien que aparezca por el sendero. Y por su ancho o lo agreste del entorno, implicará que tengamos dejarle paso a otra persona, esperar en algún rincón o establecer algún acuerdo de cruce. La medida transversal del sendero, y su entorno, establece el tipo de encuentro o interrupción que haya que ejecutar. Detenerse y dar la pasada, o mantener el ritmo y agradecer el paso, o cruzarse libremente con una leve mirada. Quizás sea la oportunidad de entablar algunas palabras, averiguar cuanto queda o que sucede después, o simplemente un breve comentario. A veces con el temor de alguna novedad que nos impida continuar, como estar internándose en un sector prohibido o peligroso, o sin destino. Como también pueda ser una información grata o un encuentro inesperado, o un acuerdo que permita continuar en conjunto. Ser parte de la comunicación y la acción colectiva. Podemos caminar en el sendero con esas posibilidades sociales en ciernes, en un deambular levemente mas dirigido y compartido.

También hay senderos mas escabrosos, mas suaves o empinados, mas difíciles o sencillos. Internándose en el bosque, por riscos, laderas o huellas apenas marcadas en planos parajes. En algunos momentos, en curvas oscuras o guarecidos por los árboles. En otros, con una vista plena del paisaje y del entorno. El sendero es una guía por el territorio, y nos invita a recorrerlo en cierto orden. Despliega la geografía en un sentido lineal y relevante. Implica un conocimiento previo de un lugar y elecciones apropiadas para circular y llegar de manera más segura. A veces con pequeñas señales o vueltas que nos aseguran un recorrido sin mayores dificultades. Regala una experiencia comunitaria y una historia en el lugar. Que trae contenidos funcionales, como llegar rápidamente a un destino (que a veces ni siquiera compartimos o pretendemos arribar), pero también como recorrerlo con seguridad, de manera placentera, reconociendo el paisaje y sus singularidades. Una experiencia de relación con el entorno, con la comunidad y la cultura del lugar.

Luego, al detenerse un momento en el sendero, aunque sea para mirar alrededor, o por algo mas de tiempo, para tomar un respiro, acomodar algo, descansar o incluso quedarse brevemente, una leve inquietud se despierta por si viene alguien y molestarle el paso. El sendero es casi un derecho de circular por cualquiera, incluso animales. Entonces permanecer ahí un instante puede impedir el paso, y naturalmente al quedarnos, nos desplazamos a un costado, en un rincón o a una pequeña distancia para no perder contacto, para divisar si viene alguien. Mientras perdura el momento, quizás perdemos atención al sendero, pero sabemos que esta por ahí cerca, que lo podemos encontrar y retomar. Quedándonos ahí por horas, dias, años o décadas; algo distantes o con nuestra propia huella en relación al sendero que nos conecta con otros posibles lugares y personas. Cuando permanecemos, se gesta el refugio primordial, la arquitectura permanente, pero en conexión con lugares, comunidades o eventos distantes.

Esta es la enseñanza final del sendero; que la arquitectura primigenia, el refugio que acoge el permanecer, no es un espacio aislado o indiferente al mundo. No es sólo una cobertura, un encierro del cuerpo y de mi grupo cercano. También es una localización, que en ese acto, reconoce a los demás, lo lejano, lo diferente, lo publico, lo temporal, percibe su existencia y su eventualidad. Tiene distancia al sendero, que existe y lleva a los otros, o ninguno y se desconecta persistentemente. Pero es parte de un cuerpo social, histórico y geográfico. El espacio único, propio, personal e inicial, existe con los demás. Una contradicción subyacente que permite entender, quizás con mayor sentido en épocas de pandemias, el carácter social de la arquitectura. 




domingo, 14 de junio de 2020

La Política del Espacio




La organización política surge aparentemente en las ciudades, en cuanto las poblaciones se arraigan en un lugar y construyen su asentamiento (denominada por los griegos como “polis”). En esa instalación colectiva parece necesario resolver su administración y desarrollo. Esta sintonía inicial, entre la gestión pública y el entorno construido, parece haberse diluido con el tiempo. En la actualidad lo edificado y sus ejecutores lucen bastante ajenos a la administración general, y de todos los lineamientos relevantes. La ciudad sigue siendo el sustento material del poder, pero ordenada más por su jerarquía, que por los intereses colectivos o los especialistas. Los encumbrados planificadores o diseñadores se afanan en definiciones formales de los espacios y construcciones; desarrollando calladamente sus ordenaciones, en algunas ocasiones desaviniendo las directrices políticas y tendencias sociales; pero la mayoría de las veces, simplemente desconociendo o asumiendo estas orientaciones. Quedando entonces la configuración urbana, y muchas condiciones de los edificios, definidas por arbitrios comerciales o escabrosas regulaciones, en que se delega su potestad financiera-legal. 

Se suele argüir que la política ha sido apresada por maquinarias partidistas y ambiciones personales, y que esta alejada de las ideologías y necesidades sociales, como también de los requerimientos técnicos, e incluso del bienestar colectivo. Pero esto se plantea más bien, como un desdén, que una revisión real de sus posibilidades e implicancias, que sigue siendo amplia y permanente. En la propia arquitectura, la indiferencia a la política impide advertir la enorme influencia que genera en los espacios y construcciones.

La política es un orden social implícito en todas sus actividades, más allá del devenir circunstancial de sus autoridades y facciones. Condiciona las normas y los procesos económicos; permite el desarrollo cultural y delinea la organización laboral. Por tanto, las pequeñas acciones o incluso elementos materiales, expresan inevitablemente la ordenación política y sus intenciones. Incluso la omisión o marginación de los aspectos políticos, abstenerse de actuar o desconocer esta incidencia; mas aún, teniendo la formación y posibilidad de implicarse, es un acto de aceptación del orden imperante. En este sentido, un espacio arquitectónico es, a lo menos, una delimitación de acceso y cobijamiento para algunos ocupantes; lo que otorga un privilegio material y espacial, y por ende, excluye a otros u otras de éste espacio, alejados o derechamente imposibilitados de acceder o divisarlo. La ejecución y diseño de los lugares (es decir, la arquitectura), participa en este beneficio y substracción social, y materializa las hegemonías o privilegios involucrados. 

La relación política de la arquitectura ha sido abordada por algunos autores, aunque en su mayoría en los aspectos urbanos, y bastante poco sobre las condiciones espaciales. En Chile un particular enfoque de las condiciones políticas del espacio se relata en los escritos del arquitecto P. De Stefani, y algunos están disponibles en su blog “Orden Artificial”.

miércoles, 3 de junio de 2020

Arquitectura y Pandemia




La emergencia sanitaria, que enfrentamos actualmente en casi todo el mundo, está afectando la arquitectura y la ciudad, en varios aspectos y algunos probablemente permanentes. No sólo por la duración y gravedad de la pandemia, sino por su combinación con tendencias sociales que estaban emergiendo en todo el mundo, como en Chile con el estallido social y otros profundos dilemas culturales. Ciertamente las precauciones sanitarias y la atención médica son prioritarias en ésta emergencia, pero también otras medidas y actitudes expresan relevantes cambios en los edificios y áreas urbanas. La sanitización y cuarentenas obligatorias, que restringen las actividades y traspasan gran parte de las relaciones sociales a la mediación digital, se suman a una creciente identidad individual y colectiva, que está renovando el habitar doméstico y ciudadano. Aunque también perviven tensiones conservadoras e inercias institucionales, así como una eventual recesión económica y agudas inequidades.

En la pandemia se han vuelto críticas las capacidades hospitalarias y algunas infraestructuras esenciales, pero también se ha sobrecargado otro lugar que parece ser el mejor mecanismo de prevención de contagios; nuestra casa. La vivienda se ha convertido para mucho/as (aunque no para todo/as), además de la residencia habitual, en un espacio de trabajo, educación, entretenimiento y salubridad. Se ha multiplicado la ocupación de nuestras casas y departamentos para asegurar el aislamiento, con algunos adultos realizando tele-trabajo, los niños y jóvenes en clases a distancia, los ancianos recluidos, algunos enfermos, y entre todos, cocinando y pasando más tiempo juntos. Con los riesgos y dificultades que también eso conlleva. Adaptando las habitaciones, intentando hacer turnos, combinando con la limpieza y atención de familiares, realizar algún ejercicio físico, o al menos cambiar de recinto para despejarse y aislarse de los demás. La convivencia doméstica ha sido puesta a prueba, y las rutinas se han intensificado y perturbado, eliminando gran parte de la socialización con otros. Mientras algunos salen sólo para algunas compras o urgencias, otros deben continuar con sus trabajos, y agregarle ritos de distanciamiento y limpieza que agobian. Este incremento de la ocupación doméstica ha obligado a varios cambios y descubrimientos hogareños que probablemente persistan.



La demanda futura de las viviendas deberá considerar más variedad de ocupación, quizás con más recintos y tamaños mayores, pero también calidad y flexibilidad. Ahora somos más conscientes de un mejor asoleamiento, separaciones internas, mobiliarios adaptables, conectividad digital, vistas exteriores, una cocina amplia y calefacción adecuada. Posiblemente tampoco se requieran ubicaciones tan céntricas, porque estaremos más acostumbrados a quedarse en casa y no perder tanto tiempo en transporte. 

Los restaurantes, edificios públicos, gimnasios, centros comerciales, escuelas y oficinas, ahora desocupadas, probablemente volverán a utilizarse; pero con medidas sanitarias, menos personas o turnos de ocupación. Lo que conlleva un menor requerimiento de estos establecimientos; que deberán ser mas amplios, mas distanciados y por ende, más caros y escasos, o poco asiduos. Los ingresos mas cubiertos y controlados, y los salones colectivos plagados de separaciones. Se reacomodarán las tipologías constructivas y la estructura de las ciudades, como las calles y áreas verdes con mas espacio peatonal y menos circulación vehicular, o al menos con un uso más ocasional.

La intensidad doméstica tiene también una connotación vecinal, en el pequeño comercio local, los recintos comunitarios y redes de información. El fortalecimiento territorial produce una distancia con las grandes instituciones, corporaciones y actividades globales, que proliferan y aumentan en la interacción digital, pero cada vez más lejanas. Así los monumentos arquitectónicos que glorifican a las grandes entidades van diluyendo su sentido urbano, y las infraestructuras se focalizan en la conectividad y transporte de bienes.

La experiencia espacial, que sustenta el bienestar arquitectónico, se redescubre en la vivencia doméstica y vecinal. Con lugares más singulares y cómodos, mas integrados a la naturaleza y la comunidad. Buscando la belleza de los rincones y las relaciones, en vez de las construcciones grandilocuentes y atestadas. En una arquitectura más cercana y plácida.