La organización política surge aparentemente en las ciudades, en cuanto las poblaciones se arraigan en un lugar y construyen su asentamiento (denominada por los griegos como “polis”). En esa instalación colectiva parece necesario resolver su administración y desarrollo. Esta sintonía inicial, entre la gestión pública y el entorno construido, parece haberse diluido con el tiempo. En la actualidad lo edificado y sus ejecutores lucen bastante ajenos a la administración general, y de todos los lineamientos relevantes. La ciudad sigue siendo el sustento material del poder, pero ordenada más por su jerarquía, que por los intereses colectivos o los especialistas. Los encumbrados planificadores o diseñadores se afanan en definiciones formales de los espacios y construcciones; desarrollando calladamente sus ordenaciones, en algunas ocasiones desaviniendo las directrices políticas y tendencias sociales; pero la mayoría de las veces, simplemente desconociendo o asumiendo estas orientaciones. Quedando entonces la configuración urbana, y muchas condiciones de los edificios, definidas por arbitrios comerciales o escabrosas regulaciones, en que se delega su potestad financiera-legal.
Se suele argüir que la política ha sido apresada por maquinarias partidistas y ambiciones personales, y que esta alejada de las ideologías y necesidades sociales, como también de los requerimientos técnicos, e incluso del bienestar colectivo. Pero esto se plantea más bien, como un desdén, que una revisión real de sus posibilidades e implicancias, que sigue siendo amplia y permanente. En la propia arquitectura, la indiferencia a la política impide advertir la enorme influencia que genera en los espacios y construcciones.
La política es un orden social implícito en todas sus actividades, más allá del devenir circunstancial de sus autoridades y facciones. Condiciona las normas y los procesos económicos; permite el desarrollo cultural y delinea la organización laboral. Por tanto, las pequeñas acciones o incluso elementos materiales, expresan inevitablemente la ordenación política y sus intenciones. Incluso la omisión o marginación de los aspectos políticos, abstenerse de actuar o desconocer esta incidencia; mas aún, teniendo la formación y posibilidad de implicarse, es un acto de aceptación del orden imperante. En este sentido, un espacio arquitectónico es, a lo menos, una delimitación de acceso y cobijamiento para algunos ocupantes; lo que otorga un privilegio material y espacial, y por ende, excluye a otros u otras de éste espacio, alejados o derechamente imposibilitados de acceder o divisarlo. La ejecución y diseño de los lugares (es decir, la arquitectura), participa en este beneficio y substracción social, y materializa las hegemonías o privilegios involucrados.
La relación política de la arquitectura ha sido abordada por algunos autores, aunque en su mayoría en los aspectos urbanos, y bastante poco sobre las condiciones espaciales. En Chile un particular enfoque de las condiciones políticas del espacio se relata en los escritos del arquitecto P. De Stefani, y algunos están disponibles en su blog “Orden Artificial”.
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